Escribir se convirtió en la herramienta de unos labios,
que cercenados
se embebían de la sal derramada en el piso,
no se aquejaban y apenas se oía un murmullo,
bisbiseaban alguna cosa inteligible,
sus manos eran neurasténicamente soberanas
de aquella práctica lícita,
tan caprichosamente de viento,
tan inesperadas como un cruce hacia ninguna parte.
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